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Como el ave fénix Detroit es una ciudad consumida en cenizas, una ciudad con un pasado glorioso, una ciudad abandona, una ciudad fantasma, una ciudad que hoy renace.
Hace algún tiempo un reportaje de la revista Times publicó un reportaje en el que dos fotógrafos de nacionalidad francesa (Yves Marchand y Romain Meffre) hacían un repaso a los rincones más representativos de la decadente ciudad. Estaciones de tren, aulas, teatros, oficinas, bibliotecas… lugares que antaño formaron parte de la vida urbana en ese momento eran escombros, pequeños resquicios de civilización que parecía que nadie recuperaría.
A principios del siglo XX Detroit era una ciudad orgullosa, y no era de extrañar, se trataba de la cuarta ciudad de Estados Unidos, únicamente detrás de las más grandes; New York, Los Angeles y Chicago. Bill Rauhauser supo retratar como nadie la ciudad en su época dorada.
El gran problema de Detroit fue la perdida de habitantes, su censo oficial mostraba una aplastante tendencia histórica: en 1950 el municipio contaba con 1.900.000 habitantes. En 1990, había perdido casi la mitad y se había visto reducida a 1 000 000. Pero la cosa no se detuvo ahí; el éxodo se aceleró con el cambio de siglo y en los últimos censos oficiales se contabilizan unos 700.000 habitantes. Lo que supuso una pérdida de un millón de habitantes en medio siglo.
Os preguntaréis por qué sucedió todo esto, pues bien Detroit fue una Meca de empleo, una ciudad en la que establecerse y vivir bien era sencillo. Se llegó a denominar «Motor City», la inmensa industria del automóvil la había convertido en una urbe popular en la que no faltaba dinero, trabajo, o negocios con ganancias. Entre 1900 y 1930 la atracción del trabajo inagotable multiplicó la población por seis, fue la ciudad de más rápido crecimiento en la historia de EEUU.
Toda esa properidad se transformó en lujuria y se construyó. Y se siguió construyendo hasta que poco a poco la ciudad se vistió de lujo, con obras arquitectónicas de marcado carácter ambicioso, con gusto la población empezó a expandir su refinamiento cultural, tendencia que se extendió hasta la clase obrera. Hacia 1950 Detroit empezó a sonar fuera de las fronteras estadounidenses, por proyectar al mundo una cultura propia, encabezada por Henry Ford y la discográfica Motown.
Por aquel entonces la ciudad manifestaba los síntomas de una enfermedad que acabaría con ella, la segregación racial espontánea. Blancos y negros diferenciados por barrios, cuando una persona de raza negra progresaba y por ello se mudaba a la zona de los blancos (por ser una zona en la que la calidad de vida era notablemente mejor) estos se sentían incómodos, por lo que se produjo lo que conocemos como white flight, la salida de la población blanca hacia los suburbios, mas cómodos y acogedores. Convirtiendo Detroit en la ciudad estadounidense con mayor población negra.
Otro efecto directo fue la fuga de capitales, la población blanca se marchaba y con ella su capital, por lo que la renta per capita empezó a caer. A ello se le unió un notable descenso en la actividad industrial por la incipiente deslocalización de las grandes empresas.
Pese al desempleo y la marginación social la marca «Detroit» no decayó en los 80, aunque la mayoría de las fabricas ya habían echado el cierre y la tasa de paro rondaba el 12%, la NBA dio un motivo más de orgullo a esta ciudad. Los Detroit Pistons o Bad Boys, como se conocía a una generación de jugadores de baloncesto, se hicieron célebres en el panorama deportivo estadounidense.
En los 90 la situación pasa a ser insostenible, y Detroit deja ser la cuna automovilistica, para convertirse con el paso del tiempo en un lugar fantasmal, en el que el recuerdo de un tiempo mejor mantiene viva la llama de la ciudad.
A pesar de que la crisis que está sufriendo el mundo desde 2008 acabo por desmoronar cualquier idea de resurgimiento, hoy pequeñas y grandes iniciativas, como la nueva línea de tranvía que atraviesa la céntrica avenida Woodward o el nuevo gran recinto deportivo «Detroit Red Wings arena» o las acciones individuales de personas concretas; como cafeterías, restaurantes o espacios de trabajo cooperativo en el «Downtown» parecen estar poniendo un punto y final a toda una época decadente.
Otros proyectos a gran escala se incluyen en materia sanitaria como el desarrollo de un departamento de emergencias del hospital Harper o el nuevo hospital de niños del Centro en especialidades de Michigan. En el sector educativo, nuevas ofertas surgen en el centro de la ciudad, antiguos concesionarios que serán rehabilitados para abrir centros de investigación bioclimática, o la renovación del centro de estudiantes. La vida social también revive en la ciudad del motor, pues ejemplos como el del Teatro Majestic o la inauguración de decenas de restaurantes y tiendas de ropa así lo reflejan.
El patrimonio arquitectónico también tiene un futuro esperanzador, grandes obras como la antigua estación central de trenes, la «Michigan Central Station», sigue deteriorándose y sufre en silencio el abandono del tiempo.
Edificios que forman parte de la historia del automóvil, como la planta de la empresa Packard, que gracias al empresario Fernando Palazuelo han comenzado a ser restaurados y recuperados del olvido.
Toda una reconstrucción arquitectónica y social está en marcha para devolver a Detroit a su glorioso pasado.